Tras la luz de mi ventana de un
atardecer quise comprender, al igual que el día me invitó a traspasar su transparencia.
Me di cuenta en la calle, junto
al parque que hay algo más allá de la vida y de los sueños en otra dimensión,
una estación distinta a las demás que ronda por encima del colorido de todas
ellas. No es otra más que el Otoño. O la estación de los amores que llamaban los poetas románticos. Machado,
Bécquer, Espronceda, o líricos como Garcilaso.
Algún día las hojas del otoño
amarillentas unieron ciertos lazos sentimentales, en insólitos lugares, bucólicos
coloridos y praderas sonrrojadas de
verdor. Pero el Otoño no es otra cosa más que el perfil del sentido entrañable de la propia vida, desde la
mansedumbre y atalaya hirviente que rebulle en el calor presente del acontecer
de los pueblos, de las gentes o del erguir conceptual que fundamenta con los aires boreales del
ambiente el transcurso de la existencia terrenal paso a paso día tras día, minuto a minuto. Diríase
así el principio y el final de las estaciones
en el palidecer del sol. La otra primavera.
El Otoño es algo así como un
instrumento que toca al son de una nota
romántica, un arroyo, una escorrentía. El estío donde brota el silencio y una hoja
se marchita, la madreselva que siente el morir tras el paso de la vida o el
sentido del transcurrir del insólito lugar, algo así como una cascada que se
pierde en el vacío.
En Otoño la penumbra yace en el
sonreír de un niño y el niño enhebra el resplandor que alumbra la misma imagen
del sentido verídico del color que refleja el espejo de la integridad
implantada tras los años. Poetas andaluces, trovadores medievales y músicos actuales
cantaron con sus gestas la sencillez que
doblega el tiempo y las hojas amarillas
de la estación.
La función de la vida inspira la
pureza, el color la sensibilidad y el calor. Pero junto a todo eso el clamor de
la mayor de las exposiciones sensitivas que unen al hombre, la cara opuesta de
los sentimientos y el concepto de la razón por los que se producen.
Siempre hay una motivación expuesta
que late por encima de lo que el hombre quiere hacer para la cual hay una
respuesta, un actor reflejo que
flexibiliza todo tipo de funciones físicas y vitales del individuo, vía
cognoscitiva, tras la cual los poetas románticos se inspiraron. El alma. O la vía
para llegar a Dios tanto mística como espiritual. El ágora, el aura, el camino y la vida.
Alma, asómate ágora a la ventana, decía Bécquer. Tan alta vida espero, que muero
porque no muero. San Juan de la Cruz. Tras el frondor de los arboles
luce el aura. Shakespeare. El alma del otoño marca el camino de la luz estilística y
trascendente a la continuidad del tiempo del hombre en su holocausto terrenal
en el que todos estamos inmersos.
La tendencia empírica ecuánime a
los pasos de nuestros días fragmentados
por el corazón del transcurso del latir del soplo del proceso de la existencia eterna
del hombre para que ese corazón fluctúe
y para que ese corazón lata, sea cual fuere la mordaz circunstancia que
haga palidecer el rojo de nuestra carne. No es otra cosa más que el significado
de la verdad pusilánime que simboliza el
envejecimiento de la vida igual que una hoja amarillea.
El Otoño amarillea, simboliza el
envejecimiento pero simboliza el color de una canción, el cuadro de un pintor y
un jardín alegre de rosas blancas que personifica el sentido puro verídico de
la vida un emblema que maqueta entre los sentimientos , la sonrisa de una barca
que navega en el caudal de un rio. El
arpa de madera tapizado en un cuadro, la nota de una eterna canción que no
termina sino que se transforma igual que la vida se transforma en la muerte. Otoño. La cara opuesta de la luz
clara. La luz boreal o la otra primavera. La nota, la melodía, un lazo, una canción.
EQUINOCCIO
. ETERNA ESTACIÓN.
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